Los poderosos grupos de la mafia no conocen fronteras y poco les importan los límites que impone el Estado de derecho en las democracias. Cuando se enfrentan a las mafias, los periodistas –muy vulnerables y con escasos recursos– no tienen muchas opciones: callar o arriesgar la vida suelen ser sus únicas alternativas. Simple y llanamente, renunciar a ejercer su oficio o romper el silencio a sabiendas de que deberán enfrentar las represalias de organizaciones que no se detienen ante nada para defender sus intereses.
Así, los periodistas se encuentran en un letal callejón sin salida. Esto no sólo sucede en Italia, cuna de la mafia, o en México, donde hay regiones enteras que están en las manos de los narcotraficantes. El pulpo ha extendido sus tentáculos por todo el planeta, más rápido que todas las empresas multinacionales juntas, sin dejar de reproducirse, procreando crías tan jóvenes como virulentas.
De Pekín a Moscú, de Tijuana a Bogotá, de Malta a Eslovaquia, los periodistas de investigación que abordan cuestiones relacionadas con la mafia, provocan la ira de los capos, que si algo tienen en común es aborrecer la publicidad, al menos la que ellos no controlan. Los padrinos, muy susceptibles cuando está en juego su imagen, no dudan en castigar duramente a aquellos que luchan contra la corrupción empuñando la pluma.
Para ellos, quien dice la verdad merece morir. Así, el escritor y periodista italiano Roberto Saviano se vio condenado a vivir bajo la protección permanente de la policía, tras haber mostrado las poco relucientes entrañas de la mafia italiana. Ahora, tiene menor libertad de movimiento que aquellos a los que había denunciado y amenazaban con atentar contra su integridad física.
Las mafias siempre avanzan enmascaradas. Hoy en día, lo más peligroso para el investigador no es que estén conformadas por individuos sanguinarios sin fe ni ley, sino que en muchos países los grupos mafiosos han establecido una especie de pacto con miembros del Estado, lo que provoca una terrible confusión.
Frédéric Ploquin